Dos años después del alzamiento social del 18 de octubre de 2019, los anhelos de la sociedad chilena de gestar un cambio profundo en la estructura política y económica del país, continúan siendo una expectativa pendiente de concretarse, aunque esas esperanzas parecen depositadas en el trabajo que realiza la Convención Constitucional y en las elecciones generales del próximo 21 de noviembre.
«En Chile, desde el estallido, lo que existe es un pacto social roto, cierta disolución de un sentido de comunidad. Eso no lo repara un gobierno sino un proceso más profundo como una nueva Constitución Política, es allí donde se pueden tejer y entretejer los nuevos acuerdos sociales de solidaridad y reciprocidad que significan que una sociedad se pueda sentir parte de una misma comunidad política», dice Ernesto Águila, politólogo y académico de la Universidad de Chile.
Nada cambió estructuralmente en Chile desde aquella jornada en que el país explotó y, literalmente, durante semanas y meses, fue arrasado por una ola de ira popular que incendió y destruyó decenas de estaciones y trenes de metro, decenas de autobuses, cientos de supermercados, sucursales de las administradoras de fondos de pensiones, de las aseguradoras privadas de salud, farmacias, bancos, peajes y pórticos en las autopistas concesionadas, en general, todo aquello que simboliza los abusos del régimen híper neoliberal vigente.
Una rabia incontenible reprimida por una furia policiaca brutal que dejó mucha sangre y dolor en las calles: mínimo 34 personas muertas, miles de heridos, 460 de ellos con mutilaciones faciales y pérdida total o parcial de la vista por los escopetazos de los carabineros a corta distancia; 8 mil detenidos y miles de torturados, muchos jóvenes hasta hoy en las cárceles «preventivamente» (el gobierno rehúsa dar una cifra), sin que se les formulen cargos.
“El Estado de Chile no está cumpliendo con sus deberes respecto del Derecho Internacional de los Derechos Humanos en materia de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición”, dijo recientemente el director del Instituto Nacional de Derechos Humanos, Alejandro Micco.
«Hoy en Chile estamos más cerca de la impunidad que de la verdad y justicia. A días del segundo aniversario del 18-O el panorama es desolador en materia de verdad y justicia», agregó, denunciando la ausencia de reconocimiento ante las tropelías cometidas por agentes del Estado tras el 18-O.
Queda para la historia que el presidente Sebastián Piñera le declaró la guerra a su propia gente, con la interpretación que hizo de lo sucedido. «Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie, que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite”, bramó, mientras militarizaba ciudades, calles y barrios.
Las cosas empeoraron desde entonces, en parte por el empobrecimiento y destrucción de empleo causadas por la pandemia; en parte agravadas por la escasa y tardía ayuda oficial a las familias; pero también porque la presidencia de Piñera -que en términos de proyecto político se acabó la noche del estallido- ha ido hundiéndose progresivamente en el descrédito, ahora rematado por los «papeles de pandora» delatando sus negocios en paraísos fiscales mientras ejercía su primera presidencia (2010/14), que dan cuenta otra vez de sus conflictos de interés y su inescrupulosa vesania por enriquecerse más.
Piñera, que tiene 15 por ciento de aprobación, enfrenta ahora un juicio político en la Cámara de Diputados y corre riesgo cierto de ser desalojado.
Este domingo, por cierto, el medio de prensa independiente CIPER revelaba otro negocio minero de Piñera y familia, también durante su primera presidencia, concretado nuevamente en Islas Vírgenes.
Chile tras el estallido
«El estallido tuvo como una de sus consecuencias la Convención Constitucional, la cual luego de terminar su fase de instalación y la redacción de su reglamento, iniciará la etapa de debates y redacción de la nueva Constitución. No deja de ser una coincidencia significativa que la redacción comience justo el 18-O, al cumplirse dos años del 18-O», dice Ernesto Águila.
Acerca de cómo evolucionaron las cosas desde entonces, menciona que la revuelta tuvo un componente económico social de bajos salarios, pensiones y endeudamiento que se agudizó con la pandemia. Eso fue paliado con tres retiros de ahorros de pensiones por parte de los cotizantes, que significaron 34 mil millones de dólares, pese a lo cual se discute un cuarto retiro.
«Estos paliativos más un bono denominado IFE (ingreso familiar de emergencia) han permitido sortear momentáneamente la crisis, pero no hay soluciones estructurales. En este sentido las causas que dieron origen al estallido siguen intactas, lo que abre un signo de interrogación sobre qué tan real y permanente es la relativa tregua social que se vive. Qué tan grande sea la movilización y actos conmemorativos del 18-O, marcarán la legitimidad y vigencia del movimiento en la próxima etapa», afirma.
Águila sostiene que «el movimiento del 18-O se mueve entre un cierto cauce institucional -la convención constituyente- y un potencial movimiento disruptivo. Entre lo constituyente y lo destituyente».
La elección presidencial de noviembre y la insatisfacción de las demandas del 18-O tienen en primer lugar al candidato izquierdista Gabriel Boric (del pacto Apruebo Dignidad, con 31.3 por ciento de respaldo entre los votantes probables), pero también avanzando al líder de la extrema derecha José Antonio Kast (Partido Republicano, con 20.2 por ciento del votante probable) y la segunda vuelta presidencial podría ser entre ambos.
Lucia Dammert, académica de la Universidad de Santiago, dice que la expectativa de cambio constitucional y la instalación de la Convención, llevó a una cierta sensación de logros dado los resultados del plebiscito de octubre de 2020, donde el «apruebo» una nueva constitución obtuvo 79 por ciento de respaldo, mientras las fuerzas del «rechazo» sólo obtuvieron 37 de los 155 convencionales.
Dammert, para quien la pandemia impactó la posible movilización posterior, dice que a dos años del 18-O las expectativas siguen siendo muchas, «la ciudadanía reconoce la necesidad de los cambios y creo que tiene abierta la expectativa de los mismos. Sin embargo el nuevo escenario económico y social puede ser catalizador de nuevos conflictos y complejidades en la vinculación social. La impunidad frente a las violaciones de derechos humanos es un elemento que alimenta la sensación de frustración del proceso».
POR: La Jornada