POR: Diego Mardónez Catalán – Doctor en Ciencias Geológicas, Docente de Geología de la Universidad Andrés Bello, Concepción.
Es conocido que la población de nuestro país está acostumbrada a los sismos, ya que somos (junto a Japón) los países “más símicos” del mundo. Por lo que es común minimizar los movimientos telúricos diciendo “es solo un temblor” y “ya va a pasar”, o ver a conductores de noticias seguir comentando mientras todo se mueve. Sin embargo, la madrugada del 27 de febrero de 2010 el centro-sur de Chile fue repentinamente despertado por un gran terremoto de magnitud 8,8 y posterior tsunami, que generaron gran destrucción y pérdidas humanas.
El denominado 27F está grabado en la memoria de los habitantes de las regiones afectadas, con innumerables experiencias vividas en los aproximadamente 3 minutos de duración del movimiento sísmico, el posterior tsunami y la seguidilla de réplicas. Los días y meses posteriores muchos especialistas explicaban las causas de este tipo de fenómenos, a 14 años de ocurrido no está mal repasar: los sismos corresponden a la percepción de ondas sísmicas provenientes de una ruptura (desplazamiento al interior de la tierra).
El caso del terremoto del 27F corresponde a un terremoto de “interplaca” que ocurren producto del deslizamiento entre dos placas tectónicas que convergen (“chocan”). Para el caso de la costa de Chile, la placa de Nazca empuja desde el oeste y se introduce (subducta) bajo la placa Sudamericana, estas placas están en contacto y “pegadas” (acopladas) la mayor parte del tiempo, pero cuando se acumula demasiada energía se desliza una sobre la otra (periodo co-sísmico), en el caso de terremotos grandes (aprox. ~9) ocurre una zona de ruptura de cientos de kilómetros de extensión y decenas de metros de desplazamiento. Este movimiento de placas genera un desplazamiento de enormes volúmenes de agua en el océano, lo que provoca la perturbación que se manifiesta en energéticas olas que conocemos como maremoto o tsunami. Una vez terminado el desplazamiento de las placas (terremoto), viene un periodo de “acomodo” de las mismas (periodo post-sísmico), lo que se manifiesta como sismos de magnitud menor al evento principal y especialmente en los extremos de la ruptura, estas réplicas decrecen en intensidad y recurrencia con el paso del tiempo. En lenguaje sismológico el 27F se conoce como Terremoto de Maule de 2010, ya que la ruptura se extendió aproximadamente desde Pichilemu hasta el sur de Concepción, abarcando las regiones de O’Higgins, Maule y Biobío (Ñuble).
Si bien la población chilena conoce la experiencia de los terremotos, en el aspecto técnico y reacción frente a la emergencia queda mucho camino que recorrer. El sismo de Maule nos recordó lo frágiles que somos como sociedad, y lo poco preparados que estábamos como población y estado frente a una amenaza sísmica.
Los meses posteriores se enfocaron en la reconstrucción del territorio afectado y entregar información respecto de la naturaleza de estos fenómenos, sus consecuencias y cómo reaccionar frente a ello. Sin embargo, el paso del tiempo relega la prioridad de estar preparados frente a una amenaza, como tener un plan de reunión familiar, ubicación de zonas seguras, “kit” de emergencia a mano, entre otros. También se olvidan los planes de diseño urbano y construcción adecuada para minimizar los efectos de los terremotos y tsunamis en las zonas costeras. Si bien los terremotos como el de Maule de 2010 tienen recurrencias en torno a los 100 años, el pasado 2023 y el inicio de este año, ponen de manifiesto que las emergencias en nuestro territorio tienen alta de recurrencia y parece estar disminuyendo, por lo que el estado y las personas debemos contar con una buena planificación y respuesta frente a emergencias de distinta procedencia con el fin de minimizar las consecuencias.