El cambio climático ha dejado de ser una amenaza futura para convertirse en una realidad presente y tangible. Sus consecuencias, entre las que destaca la creciente escasez hídrica, afectan no solo la biodiversidad y los ecosistemas, sino que impactan profundamente la forma en que producimos, consumimos y convivimos. En Chile, país especialmente vulnerable dentro de América Latina, los efectos ya se sienten con fuerza: sequías prolongadas, alteraciones en la agricultura y un estrés creciente sobre la economía nacional.
Los pronósticos son alarmantes. Se estima que, de no tomar medidas eficaces, Chile podría perder hasta un 7,4% de su PIB para el año 2050 como resultado de los efectos del cambio climático. Pero más allá de las cifras, lo verdaderamente preocupante es lo que estas pérdidas representan: menos empleo, menor producción de alimentos, incremento de la desigualdad territorial y una mayor presión sobre las comunidades más vulnerables.
Frente a este escenario, no basta con reaccionar. Se requiere de una estrategia proactiva y sostenida que ponga al agua —ese recurso finito y cada vez más escaso— en el centro de las políticas públicas. La gestión eficiente del agua debe dejar de ser una promesa y transformarse en una política de Estado, transversal, rigurosa y con visión de futuro.
La situación actual evidencia importantes desafíos: mientras la agricultura absorbe el 75% del agua disponible en el país, persisten serios problemas de uso ilegal, mercado especulativo de derechos y contaminación de fuentes hídricas. Las cifras hablan por sí solas: solo en 2023, la Dirección General de Aguas y el MOP aplicaron multas que superan los 10 mil millones de pesos por extracciones no autorizadas. Esta realidad no solo revela falencias en la fiscalización, sino también un modelo que ha tolerado la sobreexplotación y la inequidad en el acceso a un bien común.
Hoy más que nunca se hace urgente invertir en tecnologías de riego eficiente, sistemas de monitoreo hídrico, descontaminación de cuencas y acceso equitativo al recurso. No se trata de frenar el desarrollo productivo, sino de reorientarlo hacia prácticas sostenibles, innovadoras y responsables. En sectores como la agricultura, la minería y la producción vitivinícola, hay espacio para avanzar hacia una gestión moderna que garantice tanto la productividad como la preservación ambiental.
Si no actuamos con determinación, la escasez de agua no solo afectará a la economía, sino que pondrá en riesgo nuestra seguridad alimentaria y nuestra cohesión social. El tiempo de las advertencias ya pasó. Hoy, lo que urge es transformar esas advertencias en acción concreta. El futuro de Chile depende de ello.