En medio del complejo y muchas veces doloroso camino que representa un tratamiento oncológico, existen gestos que, aunque simbólicos, adquieren una enorme carga emocional y transformadora. Uno de ellos es tocar la campana al finalizar el tratamiento. Este acto, sencillo en apariencia, se ha convertido en una tradición cargada de sentido, un rito de paso que marca el fin de una etapa y el comienzo de otra: la de la recuperación, la esperanza y la vida después del cáncer.
Esta tradición, que tuvo su origen en 1996 cuando el almirante estadounidense Irve Lemoyne donó la campana de su barco al MD Anderson Cancer Center en Houston, ha cruzado fronteras y resonado en distintos rincones del mundo. Lo que comenzó como una muestra de gratitud personal se ha transformado en un ritual global, replicado en más de 60 hospitales en Estados Unidos y adoptado por centros en países como España y Chile.
En nuestro país, la Clínica IRAM fue una de las pioneras al instalar una campana en 2019, gracias al apoyo de la organización Project Bell. Desde entonces, tocar la campana se ha transformado en un momento cargado de emoción para pacientes y familias. La inscripción que la acompaña lo resume con sensibilidad: “Toco esta campana tres veces y confirmo lo que mi ser exclama: mi tratamiento ha terminado, me siento afortunado de seguir mi camino y continuar mi recorrido”. Un mensaje que no sólo celebra el fin del tratamiento, sino también la valentía del recorrido.
Más allá de su simbolismo, el rito tiene un impacto real. Así lo demuestra un estudio publicado en mayo de 2024 en el International Journal of Radiation Oncology, Biology and Physics, en el que participó el doctor Sebastián Solé, Director Médico de Clínica IRAM. De los 236 pacientes encuestados, un 93,6% calificó esta experiencia como positiva o muy positiva. Este dato no solo valida la tradición, sino que destaca su valor terapéutico y su efecto en la salud mental de quienes enfrentan el cáncer.
Tocar la campana es más que cerrar un ciclo: es celebrar la resistencia, agradecer a quienes acompañaron el camino y enviar un mensaje potente a quienes aún luchan. Porque en cada campanada resuena una historia de coraje, un llamado a la esperanza y una promesa de nuevos comienzos.
Frente a un diagnóstico de cáncer, el tratamiento médico es fundamental, pero no lo es todo. Los gestos simbólicos también curan, reconfortan y otorgan sentido. Por eso, cada vez que una campana suena al interior de un centro oncológico, no solo se marca un final: también se proclama en voz alta que la vida continúa, y que hay motivos para seguir adelante.